GARRAS

 

GARRAS

Garras, garrotes, filosos cuchillos… eso eran sus manos controladas con loca precisión. Aunque a veces, muy pocas, escasas veces, se volvían invisibles, débiles, inútiles. Entonces no había precisión en la acción. Tenía que dejarse estar y caía en una nebulosa de sinsentido. En esos momentos les temía porque se volvían imprevisibles. ¿A dónde se iban? ¿Tal vez se escondían detrás suyo? Un frío recorría su espalda, sus ojos se retorcían hacia uno y otro costado sin llegar a verlas. ¿Qué hacían esas manos cuando no las veía?

Podía vagamente saberlo como sabía que a veces su mente misma se perdía en el tiempo y el espacio. A veces, a pesar del esfuerzo, no lograba recordar dónde había estado ni cuándo. Esos momentos lo confundían.

En muchas oportunidades, reaccionaba al sonido del timbre o a los golpes sobre la puerta de su cuarto cuando olvidaba poner llave en la entrada. Se sobresaltaba y repentinamente reconocía el espacio de su habitación o del lugar de la casa donde se encontrara.

Sospechaba su inconciencia.

Y miraba fijamente sus manos. Revisaba las uñas, las palmas; las olía y con ojos enajenados las inquiría para que le respondieran preguntas imposibles.

No sólo sus manos lo alteraban. Se conocía tan profundamente que sospechaba algún que otro enojo. “Quién no reacciona cuando lo molestan, cuando lo hieren, cuando lo engañan ¡Calla, lobo maldito; consúmete interiormente con tu propia rabia!” Este era su infierno.

Hoy, sus manos están… más rústicas, arrugadas… los dedos finos ahora engrosados nudosos secos. Crispadas. Se vio en el espejo del cuarto, estaba sentado sobre la cama con las manos agarradas a su cabeza. Los dedos retorcidos y perdidos en la cabellera desprolija y sucia. Con presión inusual apretaba el cráneo que hervía afiebrado. Respiraba con anhelante dificultad. El cuerpo le temblaba sin control.

El jabalí lanza espuma y aguza contra los troncos sus colmillos; el toro da cornadas al aire, y levanta arena con los pies; ruge el león; hínchase el cuello de la serpiente irritada, y el perro atacado de rabia tiene siniestro aspecto. No hay animal, por terrible y dañino que sea, que no muestre, cuando le domina la ira, mayor ferocidad. Estas ideas afloraban entre sus pensamientos.

“¿Por qué yo no?” Se merecía ese castigo, claro que sí.

 

Recordó, entre esa maraña de pensamientos, que una sensación poderosa ocupó su cuerpo y su mente. Por qué no vengarse de la farsa que ella había montado para burlarse de él ante todos. Nadie es tan humilde para privarse de la venganza. Para hacer daño somos muy poderosos.

¿Por qué nunca sacó ese maldito espejo? Seguía allí colgado de la pared, justo de su lado de la cama. Sentía que mil ojos desconocidos lo observaban del otro lado del azogue. Se vio  inevitablemente “¿Por qué me mirás así? ¿Quién sos?”

No era él. No podía serlo. Un rostro alterado por la ira lo miraba en el espejo. Boca deformada por el dolor y la rabia, abierta al extremo, la furia le arrugaba la frente y ensombrecía la piel con un tinte verdoso. Ojos ardientes de odio y arrepentimiento lo miraban a través de los cabellos largos que caían sobre la frente. Era una especie de monstruo cuasi animal

Él era un hombre iracundo. Ya lo sabía y ahora lo confirmaba.

Sonaron golpes en la puerta de su habitación, confundido se dio vuelta y vio entrar a unos hombres desconocidos que con violencia sujetaron sus brazos y lo esposaron.

Lo empujaron para que saliera del dormitorio. Al traspasar la puerta, vio a su mujer que lloraba y le entregaba una mirada interrogativa y desesperada. La miró y le dijo “No te apenes, sabías que ocurriría. No soy hombre que acepte una mujer compartida. Ella tuvo lo que merecía. Ya lo sabés, le di su premio.”

El policía que lo esperaba en el patrullero dijo las palabras obligadas. Y lo recriminó “Hijo de puta de dónde sacás tanta mierda” Sin esperar contestación, escuchó esa voz que cada tanto salía de su mente y le dijo “El bien y el mal son propios del corazón humano, el animal percibe la imagen y forma de las cosas que le llevan al movimiento pero la percepción es oscura y confusa. De aquí la violencia de sus arrebatos algo parecido a las pasiones.

Entonces entendió: “YO… YO… SOY CUASI HUMANO”

Si quieres considerar ahora sus efectos y estragos, verás que ninguna calamidad costó más al género humano. Verás los asesinatos, envenenamientos, las mutuas acusaciones de cómplices, la desolación de ciudades, las ruinas de naciones enteras, las cabezas de sus jefes vendidas al mejor postor, las antorchas incendiarias aplicadas a las casas, las llamas franqueando los recintos amurallados y en vastas extensiones de país brillando las hogueras enemigas. Considera aquellas insignes ciudades cuyo asiento apenas se reconoce hoy: la ira las destruyó[1]






[1] Sobre la ira. Lucio Anneo Séneca

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