JUEGOS

 

JUEGOS

Todos estaban en la misma habitación. Personas ancianas y silenciosas cuyas vidas eran un devenir sin mayores altibajos. La parsimonia y la falta de vitalidad eran sus cualidades más destacadas. Hombres y mujeres incapacitados para la queja y la toma de decisiones, habituados a ser olvidados por sus hijos. Todos con la misma percepción de soledad. Cada uno de ellos sabía con una certeza consuetudinaria que era imposible que les llegara alguna ayuda. Ninguno, al mirar alrededor, hallaba otra cosa que paredes ennegrecidas por la humedad y el tiempo. Tender las manos hacia los costados era para ellos, hallar el vacío, era encontrarse con la ausencia de cualquier ser viviente. Un poco por la falta de afecto de seres queridos y otro poco por su misma incomprensión de la realidad circundante. Sin olvidar las disposiciones gubernamentales.

Si alguno se hubiese animado a quejarse, a gritar, a suplicar, habría comprendido que carecía de sentido porque ninguno podía siquiera imaginar que estaba encerrado.

Uno se animó, casi sin pensarlo, quizás por instinto, gritó y una especie de eco incomprensible le devolvió la voz. Obviamente, le resultó difícil comprender la causa de esa no resonancia, de ese silencio. A medida que el tiempo pasaba, muchos fueron los que gritaron al mismo tiempo pero ninguno fue escuchado.

La puerta que separaba el interior de la habitación del exterior era pesada, maciza; oponía tanta resistencia que era lenta para cerrarse y mucho más para abrirse. Desde afuera era vistosa, pintada de un verde brillante con toques dorados. Parecía la puerta de un castillo de cuento de hadas. Todos, sin sospechas, quisieron franquearla y lo consiguieron. Una vez traspasado ese portal, todo se transformaba. En la plena oscuridad de la habitación, ni uno de esos ancianos podía tener la idea verdadera de que estaba absolutamente solo.

Los que habían quedado afuera lamentaban su suerte. ¡Eh, yo quiero entrar! Si esta puerta tan hermosa es la entrada, como será el interior!

Nadie sabía que esa puerta era la entrada hacia la nada. Los que entraban no podían darse cuenta, una ilusión inducida los confundía y sólo veían lo que se les permitía ver. Pobres viejos abandonados…

Los juegos con el tiempo y el espacio a veces salen mal y el humano se convierte en un juguete.

Era época de experimentación científica, de verdadera experimentación. Había que usar humanos. Qué mejor que esos ancianos parsimoniosos, faltos de vitalidad e inconscientes de su situación. Humanos vencidos por el tiempo, cuya memoria se había adormecido y hasta desaparecido. Humanos con extremidades reumáticas, enclenques, endurecidas por la inactividad; incapaces de registrar, mucho menos de dominar el espacio en el que vivían.

Todo era como un juego ¡Vamos abuelo, entre que la casa es hermosa! Lentamente, un engañoso joven concretaba su intención.

Un juego perverso los iba encerrando en una habitación oscura y silenciosa, unas pocas luces brillaban en la cerrada penumbra. Al cabo de unos cuantos minutos, el ojo se acostumbraba a la oscuridad que se hacía sombra y daba lugar a resquicios de suave luz. Cada pestañeo delineaba las paredes.

Pasaban los minutos y espejos enormes, empotrados en cada una de las cuatro paredes fueron testigos del abandono al que los habían confinado. Los espejos eran los ojos del experimentador. También eran las ventanas a otro mundo.

Poco a poco, los gritos instintivos se fueron acallando, cada uno de esos ancianos encontró un interlocutor posible en esos espacios brillantes. Aparecía una figura humana que se movía que reía que hacía gestos. Y los ancianos le ponían palabras, las que deseaban escuchar. De este modo, los espejos comenzaron a brindar la ilusión de la compañía y hablaron y conversaron.

Esos hombres y mujeres que habían sido encerrados confiaron sus penas y sus necesidades. Las respuestas de los espejos eran tan prometedoras de una vida mejor, imposible no creerlas.

Ninguno  se dio cuenta de quién era su interlocutor, ninguno sospechó siquiera.

Los espejos fieles a su modo de ser engañoso obsecuente con la imaginación del reflejado, diabólicos pergeñaron el plan de evasión. Pertenecían al mundo del otro lado. Antiguos personajes alguna vez abandonados, incapacitados, escaparon de allí.

Los espejos se hacían carne de la comunicación con los que iban entrando, lentamente se apropiaron de los viejos perdidos. Lentamente los convencieron de que los acompañaran eternamente, los invitaron a entrar en su mundo lleno de luz. Les hablaron de un mundo sin tiempo y sin espacio. Les prometieron una vida nueva sin miedos, sin dolores, plena de amor y comprensión. Los que se dejaron convencer con las promesas de azogue, del otro lado del espejo sonreían y festejaban la nueva vida.

Unos entraban mientras otros regresaban pero tanta alegría no les daba tiempo para preguntarse por qué algunos regresaban. Eran ancianos con miradas malignamente brillantes, prometedoras de venganzas antiguas. Con sonrisas sospechosas y palabras misteriosas que remedaban conjuros.

Todo era una gran confusión para los ancianos abandonados al mismo tiempo, un renacer para las copias de azogue que tanto tiempo venían esperando la oportunidad del regreso.

La pesada puerta, oscura desde adentro, comenzó a deslizarse, la luz del sol se filtró y los viejos abandonados con brillante mirada se mostraron lánguidamente felices. Sus ojos comenzaron a buscar las caras familiares que durante tanto tiempo los habían tratado con desprecio.

Por allí, una joven madre o un joven padre con algún hijo en brazos, cruzaba su mirada con alguno de estos ancianos. Aquella muchacha recordó ese día de otoño cuando llegaron a su casa un grupo de hombres vestidos de blanco y le mostraron un papel. Recordó la pregunta de su abuelo – ¿Puedo leer lo que dice? – y rápidamente la respuesta: No se meta, no es para usted. Entendió quién estaba detrás de esa mirada. No tenía la misma cara, era más delgado y más alto que su abuelo pero comprendió que había regresado y para qué había vuelto.

A través de los espejos, los ojos del experimentador, los científicos sólo veían a un conjunto de personas que se movían en la penumbra de la habitación y no podían entender por qué sonreían y saludaban con felicidad. Pero nunca dudaron de su  experimento. Los viejos, seguramente, estaban enloqueciendo, su hipótesis se cumplía.

La desmemoria, el desgaste propio de la vejez, la falta de afecto sumado al encierro y la soledad producirían una locura irremediable. Luego de unos  cuantos días abrirían la hermosa puerta verde y retirarían esos cuerpos que nadie nunca reclamaría.

En las calles reinaba la confusión y la violencia, los noticieros comenzaron a hablar de ancianos desquiciados que se cobraban venganza. Los primeros consultados fueron los gerontólogos y los neurólogos, unos por conocer al detalle el organismo de un anciano y los otros por el nivel de locura que dominaba a esos sujetos.

Fue fácil atrapar a unos pocos viejos, tomarles declaración y medicarlos.

No conseguían calmarlos ni controlarlos. Rápidamente, los científicos responsables entendieron que debían controlar la situación, tuvieron que informar sobre los experimentos a toda la nación. El gobierno de turno dispuso que se revisara el lugar donde los habían confinado y que todas las personas menores de sesenta años se mantuvieran en sus casas, bajo llave.

Al cabo de unas horas, se abrió la puerta verde brillante con toques dorados, grande fue la sorpresa cuando hallaron la habitación vacía y los espejos destruidos. 

Los jóvenes científicos asombrados entendieron que su experimento había fallado, o al menos no había resultado como lo esperaban. No se logró el descarte de humanos inútiles.

 


Comentarios